Según dice la ciencia, somos pésimos a la hora de recordar momentos de forma nítida o, al menos, de forma voluntaria. En cambio, motivados por un estímulo externo, empiezan a aparecer flashes y sensaciones pasadas, que prácticamente nos teletransportan a ese momento. Un olor en el metro, una noche primaveral de lluvia, una fotografía.
Al parecer, cuando miramos una fotografía, nuestro hipocampo se activa de tal forma que sensaciones como felicidad, añoranza, nostalgia o tristeza, relacionadas con ese momento, vuelven a abrirse paso. Una fotografía, un instante capturado para la eternidad (o hasta que la nube o el móvil nos deje colgados).
4871. Ese es el número de fotos imprescindibles que tengo en mi móvil. Imprescindibles porque, cada poco tiempo y debido al espacio limitado de mi iPhone, tengo que hacer limpieza para hacer un hueco a una nueva actualización. Son las fotos a las que vuelvo una y otra vez. Frases, citas, pantallazos, personas, paisajes, momentos. Imágenes que me hacen recordar, revivir y, en el caso de las lecturas, compañía.
Coleccionista de frases. Así es como me definía en una carta de hace ya más de un año. Pero se me ocurre algo mejor, coleccionista de momentos. Un tinto de verano, un atardecer, un abrazo. La mezcla en mi fototeca es tan heterogénea, tan ecléctica, que muestra una pequeña parte de mi interior, de mis inquietudes, deseos y amores completamente dispares. Como la vida misma.
Pero hay una cosa que me preocupa. Hasta qué punto hacemos las fotos para nosotros o para mostrárselas a los demás. Según dijo Larry Page en 2019, 1 de cada 10 fotos son vistas más de dos veces, pasado un año de ser tomadas. En Google, hasta tienen un término para esto: LOM - the limbo of memories.
En el limbo. Ahí es donde están las fotos que hacemos, con las que interrumpimos el momento presente porque, si no se captura, ¿de verdad ha sucedido? Encuentro cierta similitud con la noción extendida -sobre todo entre los más jóvenes- de, si no tienes redes sociales o no subes contenido, ¿estás viviendo?
No quiero ser la típica plasta que se opone a las redes sociales, cualquier avance tecnológico y repetidora del “antes todo era mejor”. Ni mucho menos. Soy una gran aficionada a la fotografía -me compré mi primera cámara a los diez años e iba con ella a todas partes- y yo misma hago muchísimas fotos. Pero sí que es verdad que, en su mayoría, las vuelvo a ver. Para recordar, para ser consciente del paso del tiempo y, también, para saber que he sido feliz.
Procuro observarme cuando voy a tomar una foto, cuando la voy a subir a Instagram o cuando, conscientemente, me la guardo para mí, para mi intimidad. El por qué de nuestras acciones acaba mostrando por y para qué vivimos.
“Se nos olvida a veces que las fotos que hacemos no son solo para mostrárselas a otros, sino para recordar en el futuro que tuvimos suerte, que esa felicidad no la soñamos, que toda esa vida fue nuestra. Sabemos que la belleza existe. Pero se nos olvida a veces.” - Carmen Pacheco
Nuestros recuerdos caben en unos cuantos megas (en mi casi, GB), pero no olvidemos que lo bueno y bonito de vivir es que nos cambia, nos enseña y transforma, y esas lecciones se pueden perder por estar demasiado pendientes del móvil, de la pose o del filtro que le vamos a poner en Instagram.
Hacer fotos con un propósito. Que sean una pequeña cápsula del tiempo, que nos hagan recordar que hemos sido felices, pero que no nos quiten la felicidad del presente o nos impidan vivirla.
Por un verano lleno de recuerdos por vivir, de momentos que merecen ser capturados, pero sobre todo, por un verano in real life.
Un libro
El finde pasado entré en la librería Amapolas en octubre buscando verano e Italia y salí con tres libros. Uno de ellos, El último verano en Roma, lo devoré en un día. Me lo acabé hace una semana y sigo sin saber muy bien qué pensar de él. Me gustó mucho pero me dejó un pelín tocada. Si alguien se lo ha leído, por favor, que me lo haga saber. Necesito hablar con alguien sobre ello.
Una artista
Gracias a Carmen Pacheco descubrí a Sally West, y sus pinturas me parecen una perfecta combinación entre un verano soñado y los años sesenta. Con esas playas medio vacíos, los colores pastel, las texturas. Recuerda al algodón de azúcar que venden en las ferias de verano.
Un podcast
La entrevista a Parul Sehgal en Longform. Parul era crítico literario en el New York Times cuando se hizo la entrevista, pero hace un par de días se cambió al New Yorker. Independientemente de dónde haga su trabajo, me resultó una conversación muy interesante, sobre todo con respecto a su línea de trabajo. Por ejemplo, cuando va a criticar un libro, procura leerlo tres veces. TRES. Y también las preguntas que se hace: por qué este libro debería interesar al lector, qué interés y conexión tiene con la actualidad, qué es lo que funciona en la obra, qué no. Un poco avergonzada, confiesa que, a veces, incluso habla con el libro y escribe smileys en los márgenes.
Según Parul, lo bueno de una crítica, o lo que ella considera que debería ser una crítica, es que ves pensar al que la escribe. Eres partícipe, en tiempo real, del proceso mental en el que el crítico se aclara sobre lo que piensa de la obra, sobre lo que funciona y lo que no y el significado que tiene.
Dos artículos
Ambos en el New York Times.
“5 minutos que harán que ames las sinfonías”. Es una recopilación de las sinfonías preferidas de algunos compositores, actores y escritores, entre otros.
“Advice for Artists Whose Parents Want Them to Be Engineers”. Lo firma Viet Thanh Nguyen, premio Pulitzer por The Sympathizer.
“Doctors, lawyers and engineers make great societal contributions, too. Still, we will always need our poets and artists, our teachers and storytellers, our misfits and dreamers, contrarians and risk-takers.“ - Viet Thanh Nguyen
Esto es todo por hoy. Espero que os haya gustado, hecho pensar o, simplemente, entretenido un rato.
Si creéis que le puede gustar a algún amigo, este link sirve para compartir la carta.
Os escribo en dos semanas.