Casi veinte años
En dos días es mi cumpleaños. No uno cualquier sino el que marca un cuarto de siglo en la tierra. Veinticinco vueltas al sol. Nunca me ha preocupado demasiado el paso del tiempo ni he sentido angustia por hacerme mayor, por ir cerrando etapas. En las últimas semanas, sin embargo, esa sensación de agobio se ha empezado a filtrar en mi día a día. Es ligera, apenas perceptible, pero noto que está ahí. Ese susurro que anuncia el temido tempus fugit, que ya van veinticinco y dentro de poco treinta, y suma y sigue. Cuando me paro a pensarlo con calma, con perspectiva, el agobio se disipa, pero deja el rastro de dos preguntas. ¿Estoy aprovechando el tiempo? ¿Estoy haciendo todo lo que puedo y debo hacer?
Qué difícil de contestar.
El propio cumpleaños es una fecha significativa, sí. Cómo no íbamos a darle importancia a nuestro pistoletazo de salida, a ese que tanto conlleva y que marca el inicio de nuestra vuelta a casa. Es importante. Pero hace ya unos pocos años llegué a la conclusión de que en la vida hay otras fechas que son, si no más, al menos igual de cruciales.
En la mía distingo como mínimo dos. La primera, el 25 de septiembre de 2018, día que tengo establecido como mi segundo cumpleaños —así lo celebro cada año— y que marca la fecha en la que ingresé en un hospital. Esta es una historia larga y que hoy no viene al caso. No sé si en algún momento lo hará. Pero la otra fecha que ha marcado profundamente mi vida y sobre la que os quiero hablar hoy es la del 12 de junio de 2002, un día que considero más valioso que el de mi propio nacimiento: es el día en el que llegó al mundo A., mi hermana pequeña, el angelito de la casa.
Intentar escribir sobre ella es como intentar abarcar el infinito con las manos. Es prácticamente imposible porque, por mucho que lo intentes, siempre te vas a quedar corto. Pero como sus ojos sí que albergan un poco de ese infinito, voy a intentarlo, y aunque mis palabras seguramente no le hagan justicia, me consuelo sabiendo que nacen de una profunda admiración.
Parafraseando a Ana Iris Simón en Feria, A. “es como el universo: se expande”. No se me ocurre mejor forma de describir lo que ocurre cuando esta niña sonríe. Se expande y, con ella, nos expande al resto.
Cuando A. nació todo parecía normal. Una niña preciosa, “la más guapa que he visto nacer” según la comadrona alemana, con unos ojos enormes y una cabecita que sus hermanos comparábamos con una manzana.
Pero al poco tiempo ya se empezó a ver que algo no iba según lo esperado. Convulsiones, ataques epilépticos, ausencia de reflejos adecuadas para la edad. Por entonces no sabíamos de qué enfermedad se trataba. Era un retraso psicomotor severo con epilepsia, pero los médicos no lograban atinar con un diagnóstico particular. Solo hace unos pocos años nos confirmaron que se trata del Síndrome de Rett atípico.
Desde que A. nació han sido muchas las veces en las que he pensado en cómo de diferente hubiese sido nuestra vida, la de mi familia y la mía, sin ella. Y cada vez que lo hago, quedo asombrada ante todo lo que puede hacer un ser humano. Ante todo lo que puede hacer y cambiar simplemente siendo, existiendo.
La presencia de A. es un deshielo diario para este mundo envuelto en una capa de hielo crujiente. A. es la inocencia personificada. Es un recuerdo constante de que la inocencia de corazón y de espíritu son estados que deben ser anhelados y defendidos. También es una muestra de la más pura sinceridad, del más puro cariño y de la más pura alegría. Porque nada en ella, absolutamente nada, está teñido por un propósito de provecho, por una condición o trueque escondido. Tiene una sonrisa tan sincera, un reír tan contagioso y una mirada tan bonita que, aunque estés harta del mundo, te reconcilia con lo bueno y lo bello de existir.
Resulta al mismo tiempo frustrante y satisfactorio el no poder amarrar en palabras todo lo que es, todo lo que supone y todo lo que provoca su presencia. Y creo que ahí está la grandeza de su ser. Para mí, ella es un recuerdo de la entrega completa, del sacrificio por amor, de que el enfado es inevitable, pero siempre seguido de un perdón inmediato.
A lo largo de los años he escuchado varias veces el comentario “qué suerte que A. haya nacido en vuestra familia, la tratáis con tanto cariño”. Y es verdad que nos esforzamos, no somos perfectos, pero nos esforzamos. Igualmente, a raíz de esta frase siempre he pensado lo mismo: suerte, la nuestra. Porque es inabarcable el regalo que su presencia ha supuesto para mi familia. Una presencia que siempre alcanza lo mejor de nosotros, sin excepción.
Y vuelvo a las cuestiones del principio. Y me pregunto, a las puertas de mi cumpleaños, si estoy aprovechando el tiempo, si estoy haciendo todo lo que puedo y debo hacer.
Y pienso en A..
Y concluyo que a lo que hemos venido a esta vida es a amar, a amar sin medida.
Que ella ya me ha regalado casi veinte años de amor incondicional y que, con cada año que cumplo, con cada año que ella está en mi vida, yo intento parecerme un poquito más a ella e imitarla un poquito mejor.
Y qué decir de esos ojos, de esos infinitos que me lo ponen tremendamente fácil.